sábado, 6 de julio de 2024

Primera a los Tesalonicenses. La resurección de los muertos - La Ciudad de Dios

 

En el lugar citado, el Apóstol no habla de la resurrección de los muertos. Pero en su primera Epístola a los de Tesalónica les dice: En orden a los difuntos no queremos, hermanos, dejaros en vuestra ignorancia, por que no os entristezcáis del modo que suelen los demás hombres que no tienen esa esperanza. Porque, si creemos que Jesús murió y resucitó, también debemos creer que Dios llevará con Jesús a aquellos que hayan muerto por él. Por lo cual os decimos, sobre la palabra del Señor, que nosotros, los vivientes que quedaremos hasta la venida del Señor, no cogeremos la delantera a los que ya murieron antes. Por cuanto el mismo Señor, a la intimación y a la voz del arcángel y al sonido de la trompeta de Dios, descenderá del cielo, y los que murieron en Cristo, resucitarán los primeros. Después nosotros, los vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados, juntamente con ellos, sobre nubes al encuentro de Cristo en el aire, y así estaremos con el Señor eternamente.

Estas palabras del Apóstol prueban con luz meridiana la futura resurrección de los muertos, cuando Cristo vendrá a juzgar a todos. 

2. Suele preguntarse en este lugar lo siguiente: ¿Morirán aquellos que Cristo hallare vivos al venir, y que el Apóstol figura en sí y en los que con él vivían, o pasarán con una cele ridad espantosa de la muerte a la inmortalidad en el instante preciso en que saldrán con los resucitados al encuentro de Cristo? Sería  na insensatez creer que, mientras van por los aires a la altura, no pueden morir y revivir.  Estas palabras: Y así estaremos eternamente con el Señor, no deben entenderse como si dijera que nosotros permaneceremos siempre con el Señor en el aire, puesto que ni El permanecerá allí, pues vendrá de paso. Iremos, pues, al encuentro del que viene, no del que está; pero así estaremos con el Señor, es decir, teniendo cuerpo eterno doquiera vayamos con él. El mismo Apóstol parece obligarnos a pensar que los hallados por el Señor vivos morirán en ese breve espacio de tiempo y vestirán la inmortalidad, cuando dice: Todos serán vivificados en Cristo. Y en otro lugar, hablando de la resurrección: Lo que siembras no recibe vida si antes no muere. ¿Cómo, pues, los que Cristo hallare vivos serán vivificados en El por la inmortalidad si no mueren, siendo así que implican esto aquellas palabras: Lo que siembras no es vivificado si antes no muere? Y si es cierto que no puede decirse propiamente del cuerpo del hombre que es sembrado si no torna, muriendo, a la tierra, según aquella sentencia intimada por Dios al primer pecador, padre del género humano: Eres tierra y a la tierra irás, hay que admitir que estos que Cristo hallará con vida, aun despojados de sus cuerpos, no están comprendidos ni en esas palabras del Apóstol ni en estas del Génesis. Es claro que los arrebatados a las nubes no son sembrados, porque ni van a la tierra ni retornan, sea que no experimenten la muerte, sea que mueran momentáneamente en el aire.

3. Por otra parte, nos sale al paso el mismo San Pablo en su carta a los Corintios. Todos resucitaremos—dice él—, o según otros códices: Todos dormiremos [ 3 0 ] . Si, pues, es imposible la resurrección sin la muerte, y dormición en este pasaje significa muerte, ¿cómo dormirán o resucitarán todos, si son tantos los hombres que Cristo hallará con vida que ni morirán ni resucitarán?" Estoy en que, si creemos que los santos, esos que Cristo hallará con vida y que serán elevados para ir a su encuentro, dejando en ese vuelo sus cuerpos mortales y vistiéndolos de inmortalidad, no nos meten en esos aprietos las palabras del Apóstol. Ni éstas: Lo que siembras no es vivificado si antes no muere, ni estas otras: Todos resucitaremos, o : Todos dormiremos. Y es que aquéllos no serán vivificados por la inmortalidad si no mueren antes, aunque sea por un instante. Así no serán ya ajenos a la resurrección, precedida de la  dormición, que de hecho se dio, aunque por poco tiempo. Mas ¿por qué nos parece increíble que esa multitud de cuerpos sea sembrada en cierto modo en el aire y tome allí instantáneamente una vida inmortal e incorruptible, si creemos lo que dice el mismo Apóstol, que la resurrección se efectuará en un abrir y cerrar de ojos y que el polvo de los cuerpos, extendido en mil lugares, se acoplará con una facilidad y una prontitud asombrosa? Y no pensemos que a esos santos no les alcanzará esta sentencia pronunciada contra el hombre: Eres tierra y a la tierra irás, pretextando que sus cuerpos no tornan a la tierra, y que , como muere en el vuelo , en ese entretanto resucitarán también . A la tierra irás significa: Irás, perdida la vida, a lo que eras antes de haberla recibido ; en otros términos : Serás desanimado, lo cual eras y antes de ser animado. El hombre era tierra, y a esa tierra Dios le infundió un soplo de vida , y el hombre quedó constituido en alma viviente. Es, pues, como si dijera: Eres tierra animada, cosa que no eras; serás tierra sin alma, como eras. Lo que son todos los cuerpos muertos antes de pudrirse, eso serán éstos si mueren y doquiera mueran, pues se verán privados de vida y la recibirán al instante. Irán a la tierra, porque de hombres vivos se convertirán en tierra; de igual modo que va a ceniza lo que se convierte en ceniza, va a la vejez lo que envejece y a tiesto el barro, y otras mil expresiones del lenguaje ordinario. Pero todo esto no son más que conjeturas de nuestra pobre razón, que no comprende cómo será eso y que quizá lo pueda comprender mejor cuando se realice. Si, pues , queremos ser cristianos, debemos creer que la resurrección de los cuerpos tendrá lugar cuando Cristo venga a juzgar a los vivos y a los muertos. Y n o, porque no podamos comprender perfectamente cómo será, es nuestra fe vana. Mas, como he prometido, voy a examinar, cuanto cre a suficiente, los testimonios de los libros proféticos del Antiguo Testamento relativos al juicio final de Dios. Si el lector procura ayudarse de lo que he venido diciendo, no será preciso para comprender esto una larga exposición.


Libro XX, capítulo XX, La Ciudad de Dios, San Agustín.

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