miércoles, 3 de julio de 2024

Glorificación eterna de la Iglesia - La Ciudad de Dios

 Luego—añade—vi descender del cielo la gran ciudad, la nueva Jerusalén, que venía de Dios, peripuesta como una novia engalanada para su esposo. Y oí una gran voz que salía del trono y decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y El morará con ellos. Ellos serán su pueblo y El será su Dios. Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos. Y no habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni más dolor, porque lo primero ya pasó. Y dijo el que estaba sentado en el trono: Voy a renovar todas las cosas. Esta ciudad desciende del cielo, segúnél, porque la gracia de Dios, que la ha formado, es celestial. 

Y así dice por Isaías: Yo soy el Señor, que te forma. Y ha descendido del cielo desde el principio, desde que sus ciudadanos van en aumento por la gracia de Dios, que mana de la regeneración comunicada por la venidad  del Espíritu Santo. Pero en el juicio de Dios, que será el último y obra de su Hijo Jesucristo, recibirá un esplendor tan nuevo y maravilloso de la gracia divina, que no quedarán ni rastros de su vejez, pues los cuerpos pasarán de su antigua corrupción y mortalidad a una incorrupción e inmortalidad nuevas. Me parece excesivo  descoco entender estas palabras de los mil años en que reinarán con su Rey, puesto que lo siguiente no admite duda: Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos. Y no habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni más dolor. 

¿Quién será tan necio y tan loco, de puro terco y obstinado, que se atreva a afirmar que, entre las miserias de esta vida, no sólo el pueblo santo, sino cada uno de los santos, está exento de lágrimas y dolores? La realidad nos dice que cuanto más santo y más lleno de buenos deseos es uno, tanto más abundante es su llanto en la oración. ¿No es acaso esta la voz de un ciudadano de la Jerusalén celestial: Mis lágrimas me han servido de van día y noche? Y esta otra: Todas las noches riego mi lecho con lágrimas e inundo con ellas el lugar de mi descanso? Y también ésta: No se te ocultan mis gemidos; y esta otra: Mi dolor se ha renovado? ¿ O es que no son hijos suyos los que gimen bajo el peso de esta carga, de la que no quieren ser despojados, sino revestidos, para que lo mortal sea absorbido por la vida? ¿No son estos lo que, poseyendo las primicias del Espíritu, suspiran en sí mismos, en espera de la adopción, por la redención de su cuerpo? Y el apóstol San Pablo ¿no era ciudadano de la Jerusalén celestial, y no lo era más cuando sufría por sus hermanos carnales, los israelitas, una profunda tristeza y traía asido a su corazón un continuo dolor? ¿Cuándo no habrá muerte en esta ciudad sino cuando se dijere: ¿Dónde está, ¡oh muerte!, tu combate? ¿Dónde tu aguijón? El aguijón de la muerte es el pecado? Este no existirá ya cuando se diga: ¿Dónde está? Ahora no es un ciudadano cualquiera de aquella ciudad, sino el mismo San Juan, el que clama en su Epístola: Si dijéremos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y no hay verdad en nosotros.

 En ese libro, titulado Apocalipsis, hay muchas cosas obscuras para ejercitar la mente del lector, y unas cuantas, pocas por cierto, por cierto claras, que permiten comprender las otras no sin gran trabajo[24]. Porque repite de muchos modos las mismas ideas, de tal suerte que parece decir cosas diversas y. sin embargo, son las mismas expresadas de diferente manera. Pero estas palabras: Dios enjugará todas las lágrimas de sus ojos. Y no habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni más dolor, se refieren tan clara y tan palmariamente al siglo venidero, a la inmortalidad y a la eternidad de los santos (pues sólo entonces y sólo allí no existirán esas miserias), que, si las creemos obscuras, no debemos buscar cosas claras en las Sagradas Letras.

Libro XX, capítulo XVII, La Ciudad de Dios, San Agustín


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