sábado, 15 de junio de 2024

LA PREDICACIÓN DEL EVANGELIO Y SU ESCLARECIMIENTO -La Ciudad de Dios

 Luego hay una profecía que dice: La ley saldrá de Sión, y la palabra de Dios, de Jerusalén; y están las predicciones de Cristo mismo cuando, después de su resurrección, ante la admiración de los discípulos, les abrió el espíritu para que entendiesen las Escrituras, y les dijo: Así estaba escrito y así era necesario que Cristo padeciera, y que resucitara de entre los muertos al tercer día, y que en su nombre se predicase la penitencia y el perdón de los pecados a todas las naciones^ comenzando por Jerusalén. A éstas se añade aquella que hizo respondiendo a los que le preguntaban sobre su última venida: No os toca a vosotros saber los tiempos y los momentos, que el Padre tiene reservados a su poder. Recibiréis, sí, la virtud del Espíritu Santo, que descenderá sobre vosotros, y seréis mis testigos en toda Judea y Samaría y hasta en los confines de la tierra. Según estas profecías, la Iglesia partió de Jerusalén, y, habiendo sido mu-chos en Judea y Samaría, se extendió a otras naciones, predicándoles el Evangelio aquellos a quienes Cristo, como lumbreras, había preparado con la palabra y encendido con el Espíritu Santo. El les había dicho: No temáis a los que matan el cuerpo y no pueden matar el alma. Y para que no les enfriase el temor, ardían en el fuego de la caridad. En suma, no solamente se sirvió para predicación de su Evangelio de aquellos que le habían visto y oído antes y después de su pasión y resurección, sino también de los sucesores de estos, que llevaron su palabra al mundo entero entre persecuciones, tormentos y muertos sin cuento. Dios confirmaba esto con maravillas, con prodigios, con virtudes varias y con diversos dones del Espíritu Santo. Pretendía con esto que los gentiles, creyendo  en el crucificado por la redención de ellos, veneraran con amor cristiano la sangre de los mártires que derramaron con furor diabólico, y que los reyes, cuyos edictos socavaban la Iglesia, se sometieran humildemente al nombre que se afanaron por desterrar cruelmente de la tierra. Así, sus persecuciones se dirigirían contra los dioses falsos, por cuya causa habían sido antes perseguidos los adoradores del Dios verdadero.

Libro XVIII, capítulo L, La Ciudad de Dios, San Agustín.

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