sábado, 15 de junio de 2024

La diversidad de herejías es un argumento en favor de la Iglesia católica - La Ciudad de Dios

Mas el diablo, viendo que los templos de los demonios eran abandonados y que el género humano corría al nombre del Mediador y del Libertador, suscitó a los herejes a fin de que, con capa de cristianos, combatieran la doctrina cristiana. ¡Como si la Ciudad de Dios pudiera tener en su  seno, sin corrección y discriminación, personas de tan contrarios pareceres, a ejemplo de los filósofos, que se contradecían unos a otros en la ciudad de la confusión! Los que en la Iglesia de Cristono tienen opiniones malas y peligrosa, si, corregidos, resisten contumazmente y se niegan a enmendar sus pestíferas y mortíferas doctrinas y persisten en defenderlas, se hacen herejes, y, una vez fuera de  la Iglesia, los miramos como enemigos que la ejercitan. Así, con su mal son útiles a los verdaderos católicos, que son miembros de Cristo, usando Dios bien de los malos y cooperando todo al bien de los que le amana. En efecto, los enemigos de la Iglesia, bien sean cegados por el error, bien reprobados por la malicia, si la persiguen corporalmente ejercitan su paciencia, y si la combaten con sus doctrinas contrarias, ejercitan su sabiduría.  Pero siempre, para amar a los enemigos, los fieles ejercitan su benevolencia o su  beneficencia, ora se proceda con ellos por conferencias apacibles, ora por castigos terribles. Por eso, el diablo, príncipe de la ciudad impía, sublevando a sus esclavos contra la Ciudad de Dios que peregrina en este mundo, no se permite hacerle daño alguno. La Providencia divina le procura consuelo en la prosperidad para que la adversidad no la quiebre, y en la adversidad, ejercitación para que la prosperidad no la corrompa. Esta  atemperación es el origen de aquellas palabras del Salmo: A proporción de los muchos males que atormentaron mi corazón, tus consuelos han llenado de alegría mi alma.

En el mismo tono dice el Apóstol: El Doctor de las Gentes dice también que todos los que quieran vivir santamente según Cristo, han de sufrir persecuciones. Es preciso, pues, hacerse a la idea de que no pueden faltar en ningún tiempo. Porque, cuando parece reinar la paz por parte de los enemgos de fuera, y en realidad reina, y esta brinda un gran consuelo sobre todo a los débiles, dentro no faltan, en ningún tiempo. Porque, cuando parece reinar la paz por parte de los enemigos de afuera, y en realidad reina, y esta brinda un gran consuelo sobre todo a los débiles, dentro no faltan, más aún, son muchos los enemigos que atormentan el corazón de los hombres de bien en sus rotas costumbres.  Estos son la causa de que el nombre cristiano y católico sea blasfemado, y cuanto más aman ese nombre las almas piadosas, anhelosas de vivir según Cristo, tanto más sienten que hagan esa injuria los malos cristianos, y sea por eso menos amado de lo que ellos desean. Otro objeto de dolor para los piadosos es pensar que los herejes, que se  dicen también cristianos y tienen los mismos sacramentos,  y las mismas Escrituras, y la misma profesión, enviscan con sus disensiones en la lucha a muchos dispuestos a abrazar el cristianismo. Y dan lugar a blasfemias contra el nombre cristiano, nombre que también ellos ostentan.   Estas y parecidas posturas y desviaciones de los hombres son una persecución callada para los que quieren vivir santamente en Cristo aun sin que nadie atormente y veje su cuerpo.  Es una persecución interior, cordial, no corporal. Pero además, como es sabido que las promesas de Dios son inmutables y que el Apóstol dice: El Señor conoce a los suyos, pues a los que tiene previstos, también los predestinó para ser conformes a la imagen de su Hijo, y,por lo tanto, de estos no puede perecer ninguno, el Salmo añade: Tus consuelos han llenado de alegría mi alma. El dolor que roe el corazón de los piadosos perseguidos por las costumbres de los cristianos malos o falsos es útil a los que lo sienten, porque nace de la caridad, que se alarma por estos miserables y por quienes impiden la salud de los otros. En fin, los fieles reciben grandes consuelos de la enmienda de los malos, y su conversión esparce sobre sus almas un riego de  tanta fecundidad cuanto fue el dolor que los atormentó antes. La Iglesia en este siglo, en estos tristes días, no sólo desde Cristo y los apóstoles, sino desde el primer justo Abel, a quien dio muerte su impío hermano, y hasta el fin del mundo, camina su jornada entre las persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios.


Libro XVIII, capítulo LI, La Ciudad de Dios, San Agustín.




 

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