miércoles, 19 de junio de 2024

La felicidad de la paz eterna, fin y verdadera perfección de los santos -La Ciudad de Dios

 La felicidad de la paz eterna, fin y verdadera perfección de los santos. Podemos, en consecuencia, decir de la paz lo que hemos dicho de la vida eterna, que es el  fin de nuestros bienes, ya que un salmo, hablando de la ciudad objeto de esta laboriosa obra, se expresa así: Alaba al Señor, Jerusalén; alaba, Sión, a tu Dios. Porque el que afianzó con fuertes barras tus puertas y ha bendecido a tus hijos y moradores, ese ha establecido la paz a tus fines. Una vez que los pestillos de sus puertas fueren afianzados, ya no entrará ni saldrá nadie de ella. 

Por esos fines de que habla el salmo debemos entender aquí la paz, que queremos probar como final. El nombre místico de esa Ciudad, es decir, Jerusalén, significa Visión de paz, como ya hemos hecho notar. Mas, como el nombre de paz es también corriente en las cosas mortales, donde no se da la vida eterna, he preferido reservar este nombre de vida eterna para el fin en que la Ciudad de Dios encontrará su bien supremo y soberano. De este fin dice el Apóstol: Ahora, libres del pecado y convertidos en siervos de Dios, tenéis por fruto vuestro la santificación y por fin la vida eterna.

Mas, como también los no familiarizados con las Sagradas Escrituras pueden entender por vida eterna la vida de los pecadores, bien, según algunos filósofos, por la inmortalidad del alma, bien, según nuestra fe, por las penas interminables de los impíos, que no serán eternamente atormentados si no viven eternamente, debe llamarse fin de esta ciudad en que gozará del sumo bien, o la paz en la vida eterna, o la vida eterna en la paz. Así, todos pueden enterderlo con facilidad. Y la paz es un bien tan noble, que aun entre las cosas mortales y terrenas no hay nada más grato al oído, ni más dulce al deseo, ni superior en excelencia. Abrigo la conviccipon de que, si me detuviera un poco a hablar de él, no sería oneroso a  los lectores, tanto por el fin de esta ciudad de que tratamos como por la dulcedumbre de la paz, ansiada por todos. 

Libro XIX, capítulo XI, La Ciudad de Dios, San Agustín.

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