miércoles, 12 de junio de 2024

EL NACIMIENTO DEL SALVADOR Y LA DISPERSIÓN DE LOS JUDÍOS - La Ciudad de Dios

Reinando Herodes en Judea, el emperador César Augusto había dado la paz al mundo después de cambiado el régimen constitucional de la república, cuando Cristo, según la profecía citada, nació en Belén de Judá, hombre visible, nacido humanamente de una virgen, y Dios oculto, engendrado  divinamente de un Dios Padre. Así lo había predicho el profeta: Sabed que una virgen concebirá y dará a luz a un hijo, y le llamarán Emmanuel, que se traduce Dios con nosotros. Y Él, para evidenciar su divinidad, obró muchos milagros. De ellos los Evangelios recogieron algunos, los suficientes para probar su intento. El primer milagro fue su admirable nacimiento, y el último, su gloria ascensión  al cielo con su cuerpo resucitado. Los judíos, que le mataron y se negaron a creer  en Él, porque convenía que muriera y resucitara, sufrieron el saqueo más desgraciado de los romanos y fueron arrojados de su país, del que eran ya señores los extranjeros, y dispersados por todas partes. (Y es verdad, porque no faltan en ninguna.)  

Así sus propias Escrituras testifican que no hemos inventado nosotros las profecías sobre Cristo. Mucho de ellos, habiéndolas considerador antes de la pasión, y sobre todo después de la resurrección, han venido a Él. A esos tales se dirigen estas palabras: 

Cuando el número de los hijos de Israel fuere como la arena del mar, serán salvados los restantes. Los demás han sido cegados según esta profecía: En justo pago, conviértaseles su mesa en lazo de perdición y ruina. Obscurézcanse sus ojos para que no vean y tráelos siempre agobiados. En realidad cuando no dan fe a nuestras Escrituras, se cumplen en ellos las suyas, aún ciegos para leerlas. Quizá diga alguno que los cristianos han fingido las profecías sobre Cristo que se publican con el nombre de sibilas o de otros, si es que en realidad hay alguna que no sea de origen judío. 

A mí me bastan las que me facilitan sus códices, y que conocemos por los testimonios que, aun contra su voluntad, contienen esos códices, de que ellos son depositarios. Sobre su dispersión por la redondez de la tierra doquiera está la Iglesia, puede leeerse a diario la profecía, expresada en uno de los salmos en esto términos: Mi Dios me prevendrá con su misericordia. Mi Dios me la mostrará en mis enemigos, diciéndome: 

No acabes con ellos, no sea que olviden tu ley. Dispérsalos con tu poder, Dios, pues, ha dejado ver la gracia de su misericordia a la Iglesia en sus enemigos, los judíos, porque como dice el Apóstol, su pecado brinda ocasión de salvarse a las naciones. Y no los ha matado, es decir, no ha destruído en ellos el judáismo, aunque fueran vencidos y subyugados por los romanos, por miedo a que, olvidados de la ley de Dios, no pudieran brindarnos un testimonio de lo que tratamos. Por ende, no se contentó con decir: 

No acabes con ellos, no sea que olviden tu ley, sino que añadió: Dispérsalos. Porque, si con este testimonio de las Escrituras permanecieran solamente en su pais sin ser dispersados por doquiera, la Iglesia, extendida por el mundo entero, no podría tenerlos en todas partes por testigos de las profecías que precedieron a Cristo.


Libro XVIII, capítulo XLV1, La Ciudad de Dios, San Agustín.

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