lunes, 17 de junio de 2024

Diversidad de lenguas y miseria de las guerras - La Ciudad de Dios, San Agustín.

 Después de la ciudad o la urbe viene el orbe de la tierra, tercer grado de la sociedad humana, que sigue estos pasos; casa, urbe y orbe. El universo es como el océano de las aguas:  cuanto mayor es, tanto más abunda en escollos. El primer foco  de separación entre los hombres es la diversidad de lenguas. Supongamos que en un viaje se encuentran un par de personas, ignorando una la lengua de la otra, y que la necesidad les obliga a caminar juntas un largo trecho. Los animales mudos, aunque sean de diversa especie, se asocian más fácilmente que estos dos, con ser hombres. Y cuando únicamente por la diversidad de lenguas los hombres no pueden comunicar entre sí sus sen timientos, de nada sirve para asociarlos la más pura semejanza de naturalez. Esto es tan verdad, que el hombre en tal caso está de mejor gana con su perro que con un hombre extraño. Se ha trabajado para que la ciudad imperiosa imponga no sólo su yugo, sino también su lengua, a las naciones domeñadas por la paz de la sociedad. Esta paz ha motivado esa abundancia de intérpretes que vemos. Es verdad, pero esto ¡a costa de cuántas y cuan enormes guerras, de cuántos destrozos y de cuánto derramamiento de sangre se ha logrado! Pasaron estos males, y, sin embargo, su miseria no se acabó. Si bien es cierto que no han faltado, ni faltan, naciones enemigas extranjeras contra las cuales se han librado siempre y se libran aún hoy guerras, sin embargo, la misma grandeza del imperio ha dado origen a guerras de peor laya, a las guerras sociales y a las civiles. El género humano padece con ellas tremendas sacudidas, tanto cuando se guerrea para conseguir la paz como cuando se teme un nuevo levantamiento. Si quisiera exponer como se merecen los mil estragos de esos males, sus duras e inhumanas crueldades, aunque por una parte me sería imposible pintarlo como exige, por otra, ¿cuál sería el fin de este prolijo discurso?

El sabio—añaden ellos—ha de librar guerras justas. ¡Como si el sabio, consciente de que es hombre, no sentirá mucho más verse obligado a declarar guerras justas, pues, si no fueran justas, no debía declararlas, y, por tanto, para él no habría guerras! La injusticia del enemigo es la causa de que el sabio declare guerras justas. Y esa injusticia, aunque no fuera acompañada de la guerra, simplemente por ser tara humana, debe deplorarla el hombre. Es evidente, pues, que quien considere con dolor males tan enormes, tan horrendos y tan inhu manos, reconoce en ellos la miseria. Y el que los sufre o considera sin dolor es mucho más miserable al creerse feliz, porque ha perdido el sentimiento humano. 

Libro XIX, capítulo VII, La Ciudad de Dios, San Agustín.

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